
Quinta Semana de Cuaresma
Quinta Semana de Cuaresma
Domingo ciclo A
Domingo ciclo B
Domingo ciclo C
Domingo V de Cuaresma. Ciclo A
Homilía del Papa Juan Pablo II
Viaje apostólico a Uruguay, Chile y Argentina
05 de abril del 1987.
¿Crees
esto?
1. “Yo soy la
resurrección y la vida” (Jn 11, 25).
[…] Celebramos hoy
el quinto domingo de Cuaresma. Ya está cercano al misterio pascual en su
presencia litúrgica. Las palabras de Cristo: “Yo soy la resurrección y la vida”
resuenan como preanuncio definitivo de este misterio…
2. A todos ha querido
el Señor decir que Él es el principio de una nueva vida. “Yo soy la resurrección
y la vida; quien cree en mí, aunque muera vivirá” (Jn 11, 25).
Jesús pronunció estas
palabras en Betania, adonde acudió inmediatamente después de revelar a sus
discípulos la noticia de la muerte de Lázaro. Marta, hermana del amigo difunto,
salió al encuentro de Jesús y le dijo con dolor: “¡si tú hubieras estado aquí,
mi hermano no habría muerto! Pero sé que cualquier cosa que pidas a Dios. Él te
la concederá” (Jn 11, 21-22).
Marta pide, de esta
manera confiada, un milagro; pide a Jesús que resucite a su hermano Lázaro, que
lo devuelva a la vida, uno de sus seres más queridos aquí en esta tierra.
Jesús responde con
palabras que se refieren a la vida eterna: “el que vive y cree en mí, no morirá
eternamente. ¿Crees tú esto?” ((Ibíd., 11, 26).
No se trata sólo de
restituir un muerto a la vida sobre la tierra. Se trata de la vida “eterna”; de
la vida en Dios. La fe en Jesús es el inicio de esta vida sobrenatural, que es
participación en la vida de Dios; y Dios es Eternidad. Vivir en Dios equivale a
decir vivir eternamente (cf. Jn 1-2; 3-4; 5-11 ss.).
3. Podría decirse
que, cuando Jesús de Nazaret, algunos días antes de morir en la Cruz, acude
ante el sepulcro de su amigo y lo resucita, está pensando en cada hombre, en
nosotros mismos. Tiene ante sí ese gran enigma de la existencia humana sobre la
tierra, que es la muerte. Jesús ante el misterio de la muerte, nos recuerda
(cf. Jn 10, 7) que Él es un amigo y se nos muestra a sí mismo como puerta que
da acceso a la vida.
Antes de responder a
este problema crucial de la vida del hombre sobre la tierra, con su propia
muerte y resurrección, Jesús realiza un signo. Resucita a Lázaro. Le ordena
salir fuera del sepulcro, mostrando a los circunstantes el poder de Dios sobre
la muerte: la resurrección de Betania es un definitivo preanuncio del misterio
pascual, de la resurrección de Jesús, del paso, a través de la muerte, hacia la
vida que ya no se acaba: “quien cree en mí, aunque muera vivirá”.
4. Ante el sepulcro
del amigo Lázaro, Cristo está casi como tocando la raíz misma de la muerte del
hombre, al ser ésta, desde el principio, una realidad anudada con el pecado.
La liturgia de este
domingo, calando de lleno en esta condición de la humana existencia, nos invita
a clamar con las palabras del Salmo, “desde lo profundo del corazón”:
“Si consideras las
culpas, Señor, / Señor, ¿quién podrá subsistir?”.
La respuesta a esta
pregunta nos la da también el Salmista:
“En el Señor está la
misericordia / y en Él es grande la redención. / El redimirá a Israel / de
todas sus culpas” (Sal 130 [129], 7-8).
Cristo, que se
presenta en Betania ante el sepulcro de Lázaro, sabe que su “hora” está cerca.
Precisamente esta es
“la hora” –la hora de la Pascua que se aproxima– cuando a solas y sin más apoyo
que la confianza en la potencia del mismo Dios, se verá obligado a dar
respuesta personal a la pregunta del Salmista. Pero no ya con las palabras,
sino con el sacrificio redentor de la propia muerte en la cruz: la muerte que
da la vida.
Él es ciertamente
aquel de quien habla el Salmista.
“El redimirá a
Israel”. El demostrará, en efecto, que en Dios “es grande la redención”. El
hará que el peso de los pecados del hombre sea superado mediante la potencia
salvífica de la gracia. La muerte, con la potencia de la vida.
“¿Crees tú esto?”,
pregunta Jesús a Marta. Y con esta pregunta está interrogando a los discípulos
de todos los tiempos; lo pregunta a cada uno de nosotros en este domingo de
Cuaresma, cuando ya estamos tan cercanos al día de la Pascua.
5. La fe en la
victoria de la gracia sobre el pecado, en la victoria de la vida sobre la
muerte del cuerpo y del alma, es explicada por San Pablo en su carta a los
Romanos que hemos escuchado en esta liturgia. Jesús, en efecto, dijo en
Betania: “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí no morirá
eternamente”.
Y el Apóstol lo
explica así: “Si Cristo está en vosotros, vuestro cuerpo está muerto a causa
del pecado, pero el espíritu es vida a causa de la justificación” (Rm 8, 10).
Cristo habita en
nosotros mediante la fe y la gracia. ¡Habita! Entonces está también presente en
nosotros su Espíritu, el Espíritu Santo. Por eso añade el Apóstol: “Y si el
Espíritu de Aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos habita en
vosotros, Aquel que ha resucitado a Cristo de entre los muertos dará también la
vida a vuestros cuerpos mortales por medio del Espíritu, que habita en
vosotros” (Rm 8, 11).
No se trata aquí sólo
de resucitar, de dar la vida en esta tierra. Se trata, por encima de todo, de
la resurrección a la vida eterna en Dios. Se trata de la participación real en
la resurrección de Cristo, mediante el don del Espíritu Santo.
6. Cuando Cristo
pregunta: “¿Crees tú esto?”, la Iglesia, su esposa, su cuerpo místico, responde
de generación en generación con las palabras del Símbolo Apostólico: “Creo en
la resurrección de la carne y en la vida eterna”.
Creemos por tanto que
esa vida eterna, esa vida divina –de la que es signo la resurrección de
Lázaro–, está ya operante en nosotros, gracias a la resurrección de Cristo. Esa
perspectiva, soteriológica (salvífica) y escatológica, difícil de aceptar por
los “sabios” de este mundo, pero que es acogida con alegría por los “pobres y
sencillos” (cf Mt 11, 25), es la que hace posible descubrir el valor
sobrenatural que se puede encerrar en toda situación humana…
7. […] El Evangelio
es Buena Nueva, que llena de fe y de esperanza: “Yo espero en Yahvé, mi alma
espera, pendiente estoy de su palabra” (Sal 130 [129], 5).
Sin embargo, tantas
veces no entendemos lo que el Señor nos está diciendo y. quizá, perdemos la
esperanza, porque no estamos pendientes de su palabra…
Los cristianos aman
el mundo y tantas cosas buenas que hay en el mundo, porque ha salido de las
manos de Dios; pero no ponen su esperanza final en este mundo. Nuestra
esperanza es Cristo Jesús, el Verbo de Dios que se hizo hombre y que, después
de morir, resucitó. ¡Nuestra esperanza no es vana y no quedará defraudada!
9. […] El Señor
quiere sacarnos de nuestro sepulcro, de una vida sin más horizonte que la
materia, sin relieve, que sólo se preocupa de los problemas de esta tierra y
muchas veces, sujeta a la cadena del odio, del enfrentamiento o del egoísmo de
todo tipo. “Los que viven según la carne, –nos advierte San Pablo– no pueden
agradar a Dios” (Rm 8, 8), y añade a continuación: “vosotros, sin embargo, no
estáis en la carne, sino en el espíritu, si el Espíritu de Dios habita en
vosotros” (Ibíd., 8, 9).
El Señor quiere que
la vida terrena se impregne de esa vida eterna y divina, según el Espíritu, que
es la vida de la caridad, que es la vida de la resurrección. Quienes viven
según la carne no pueden agradar a Dios. Vosotros vivís según el Espíritu, si
el Espíritu de Dios habita en vosotros. Cada día se hace más necesario que los
cristianos proclamemos bien alto –sobre todo con el ejemplo de nuestra vida–
que la máxima dignidad del trabajo está en el amor con que se realiza. Y en
esta perspectiva social, verdadera, pero siempre en la perspectiva de la
civilización del amor. Es ésta la civilización anunciada por Cristo crucificado
y resucitado.
10. […] María,
“Memoria de la Iglesia” (Homilía en la Misa de la solemnidad de Santa María,
Madre de Dios, 1 de enero de 1987), nos llevará de la mano para aprender lo que
Ella nos enseña con la propia vida. Más de una vez he recordado cómo, desde
hace tantos siglos, los cristianos se han unido a María durante su trabajo,
mediante el rezo del Ángelus o la expresión de gozo pascual del Regina caeli.
La generosidad en ofrecer espacios del tiempo diario a la piedad mariana hará
que el Señor, por intercesión de su Madre, os conceda todo lo que necesitáis en
vuestras tareas espirituales y temporales. Así se lo pido de corazón a Dios
nuestro Padre, en cuyo nombre bendigo a todos los aquí presentes y a vuestros
hogares. Recordad durante vuestro trabajo este misterio primario de nuestra fe,
la Encarnación: “Y el Verbo se hizo carne”. Recordar este misterio que conduce
a la muerte y a la resurrección, para trabajar mejor, para no olvidar jamás
esta dimensión humana con todas sus implicaciones, que tiene también una
dimensión divina. Es el Creador quien nos ha dado ejemplo cuando creó el mundo;
somos sus colaboradores, queridos hermanos y hermanas, ¡somos sus
colaboradores! Es Dios creador, es Jesucristo trabajador, es Jesucristo
crucificado y Cristo resucitado. Amén
Domingo V de Cuaresma. Ciclo B
Homilía del Papa Benedicto XVI
Visita Pastoral a la Parroquia Romana del
Santo Rostro de Jesús en la Magliana
29 de marzo del 2009.
Sed
de Cristo
En el pasaje
evangélico de hoy, san Juan refiere un episodio que aconteció en la última fase
de la vida pública de Cristo, en la inminencia de la Pascua judía, que sería su
Pascua de muerte y resurrección. Narra el evangelista que, mientras se
encontraba en Jerusalén, algunos griegos, prosélitos del judaísmo, por
curiosidad y atraídos por lo que Jesús estaba haciendo, se acercaron a Felipe,
uno de los Doce, que tenía un nombre griego y procedía de Galilea. “Señor
—le dijeron—, queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21). Felipe, a su vez, llamó a
Andrés, uno de los primeros apóstoles, muy cercano al Señor, y que también
tenía un nombre griego; y ambos “fueron a decírselo a Jesús” (Jn 12,
22).
En la petición de
estos griegos anónimos podemos descubrir la sed de ver y conocer a Cristo que
experimenta el corazón de todo hombre. Y la respuesta de Jesús nos orienta al
misterio de la Pascua, manifestación gloriosa de su misión salvífica. “Ha
llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre” (Jn 12, 23).
Sí, está a punto de llegar la hora de la glorificación del Hijo del hombre,
pero esto conllevará el paso doloroso por la pasión y la muerte en cruz. De
hecho, sólo así se realizará el plan divino de la salvación, que es para todos,
judíos y paganos, pues todos están invitados a formar parte del único pueblo de
la alianza nueva y definitiva.
A esta luz
comprendemos también la solemne proclamación con la que se concluye el pasaje
evangélico: “Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia
mí” (Jn 12, 32), así como el comentario del Evangelista: “Decía esto
para significar de qué muerte iba a morir” (Jn 12, 33). La cruz: la altura
del amor es la altura de Jesús, y a esta altura nos atrae a todos.
Muy oportunamente la
liturgia nos hace meditar este texto del evangelio de san Juan en este quinto
domingo de Cuaresma, mientras se acercan los días de la Pasión del Señor, en la
que nos sumergiremos espiritualmente desde el próximo domingo, llamado
precisamente domingo de Ramos y de la Pasión del Señor. Es como si la Iglesia
nos estimulara a compartir el estado de ánimo de Jesús, queriéndonos preparar
para revivir el misterio de su crucifixión, muerte y resurrección, no como
espectadores extraños, sino como protagonistas juntamente con él, implicados en
su misterio de cruz y resurrección. De hecho, donde está Cristo, allí deben
encontrarse también sus discípulos, que están llamados a seguirlo, a
solidarizarse con él en el momento del combate, para ser asimismo partícipes de
su victoria.
El Señor mismo nos
explica cómo podemos asociarnos a su misión. Hablando de su muerte gloriosa ya
cercana, utiliza una imagen sencilla y a la vez sugestiva: “Si el grano de
trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho
fruto” (Jn 12, 24). Se compara a sí mismo con un “grano de trigo
deshecho, para dar a todos mucho fruto”, como dice de forma eficaz san
Atanasio. Y sólo mediante la muerte, mediante la cruz, Cristo da mucho fruto
para todos los siglos. De hecho, no bastaba que el Hijo de Dios se hubiera
encarnado. Para llevar a cabo el plan divino de la salvación universal era
necesario que muriera y fuera sepultado: sólo así toda la realidad humana sería
aceptada y, mediante su muerte y resurrección, se haría manifiesto el triunfo
de la Vida, el triunfo del Amor; así se demostraría que el amor es más fuerte que
la muerte.
Con todo, el hombre
Jesús, que era un hombre verdadero, con nuestros mismos sentimientos, sentía el
peso de la prueba y la amarga tristeza por el trágico fin que le esperaba.
Precisamente por ser hombre-Dios, experimentaba con mayor fuerza el terror
frente al abismo del pecado humano y a cuánto hay de sucio en la humanidad, que
él debía llevar consigo y consumar en el fuego de su amor. Todo esto él lo
debía llevar consigo y transformar en su amor. “Ahora —confiesa— mi alma
está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora?” (Jn 12,
27). Le asalta la tentación de pedir: “Sálvame, no permitas la cruz, dame
la vida”. En esta apremiante invocación percibimos una anticipación de la
conmovedora oración de Getsemaní, cuando, al experimentar el drama de la
soledad y el miedo, implorará al Padre que aleje de él el cáliz de la pasión.
Sin embargo, al mismo
tiempo, mantiene su adhesión filial al plan divino, porque sabe que
precisamente para eso ha llegado a esta hora, y con confianza ora: “Padre,
glorifica tu nombre” (Jn 12, 28). Con esto quiere decir: “Acepto la
cruz”, en la que se glorifica el nombre de Dios, es decir, la grandeza de
su amor. También aquí Jesús anticipa las palabras del Monte de los Olivos:
“No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). Transforma su
voluntad humana y la identifica con la de Dios. Este es el gran acontecimiento
del Monte de los Olivos, el itinerario que deberíamos seguir fundamentalmente
en todas nuestras oraciones: transformar, dejar que la gracia transforme
nuestra voluntad egoísta y la impulse a uniformarse a la voluntad divina.
Los mismos
sentimientos afloran en el pasaje de la carta a los hebreos que se ha
proclamado en la segunda lectura. Postrado por una angustia extrema a causa de
la muerte que se cierne sobre él, Jesús ofrece a Dios ruegos y súplicas
“con poderoso clamor y lágrimas” (Hb 5, 7). Invoca ayuda de Aquel que
puede liberarlo, pero abandonándose siempre en las manos del Padre. Y
precisamente por esta filial confianza en Dios —nota el autor— fue escuchado,
en el sentido de que resucitó, recibió la vida nueva y definitiva. La carta a
los hebreos nos da a entender que estas insistentes oraciones de Jesús, con
clamor y lágrimas, eran el verdadero acto del sumo sacerdote, con el que se
ofrecía a sí mismo y a la humanidad al Padre, transformando así el mundo.
Queridos hermanos y
hermanas, este es el camino exigente de la cruz que Jesús indica a todos sus
discípulos. En diversas ocasiones dijo: “Si alguno me quiere servir,
sígame”. No hay alternativa para el cristiano que quiera realizar su
vocación. Es la “ley” de la cruz descrita con la imagen del grano de
trigo que muere para germinar a una nueva vida; es la “lógica” de la
cruz de la que nos habla también el pasaje evangélico de hoy: “El que ama
su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la
vida eterna” (Jn 12, 25). “Odiar” la propia vida es una
expresión semítica fuerte y encierra una paradoja; subraya muy bien la
totalidad radical que debe caracterizar a quien sigue a Cristo y, por su amor,
se pone al servicio de los hermanos: pierde la vida y así la encuentra. No
existe otro camino para experimentar la alegría y la verdadera fecundidad del
Amor: el camino de darse, entregarse, perderse para encontrarse.
Queridos amigos, la
invitación de Jesús resuena de forma muy elocuente en la celebración de hoy en
vuestra parroquia, pues está dedicada al Santo Rostro de Jesús: el Rostro que
“algunos griegos”, de los que habla el evangelio, deseaban ver; el
Rostro que en los próximos días de la Pasión contemplaremos desfigurado a causa
de los pecados, la indiferencia y la ingratitud de los hombres; el Rostro
radiante de luz y resplandeciente de gloria, que brillará en el alba del día de
Pascua.
Mantengamos fijos el
corazón y la mente en el Rostro de Cristo…
Queridos hermanos y
hermanas, dejaos iluminar por el esplendor del Rostro de Cristo… Es
importante que la oración, tanto personal como litúrgica, ocupe siempre el
primer lugar en nuestra vida.
A vosotros, queridos
jóvenes, quiero dirigiros en particular unas palabras de aliento: dejaos atraer
por la fascinación de Cristo. Contemplando su Rostro con los ojos de la fe,
pedidle: “Jesús, ¿qué quieres que haga yo contigo y por ti?”. Luego,
permaneced a la escucha y, guiados por su Espíritu, cumplid el plan que él
tiene para cada uno de vosotros. Preparaos seriamente para construir familias
unidas y fieles al Evangelio, y para ser sus testigos en la sociedad. Y si él
os llama, estad dispuestos a dedicar totalmente vuestra vida a su servicio en
la Iglesia como sacerdotes o como religiosos y religiosas. Yo os aseguro mi
oración…
Queridos hermanos y
hermanas de esta comunidad parroquial, el amor infinito de Cristo que brilla en
su Rostro resplandezca en todas vuestras actitudes, y se convierta en vuestra
“cotidianidad”. Como exhortaba san Agustín en una homilía pascual,
“Cristo padeció; muramos al pecado. Cristo resucitó; vivamos para Dios.
Cristo pasó de este mundo al Padre; que no se apegue aquí nuestro corazón, sino
que lo siga en las cosas de arriba. Nuestro jefe fue colgado de un madero;
crucifiquemos la concupiscencia de la carne. Yació en el sepulcro; sepultados
con él, olvidemos las cosas pasadas. Está sentado en el cielo; traslademos
nuestros deseos a las cosas supremas” (Discurso 229, D, 1).
Animados por esta
convicción, prosigamos la celebración eucarística, invocando la intercesión
maternal de María para que nuestra vida sea un reflejo de la de Cristo. Oremos
para que todos aquellos con quienes nos encontremos perciban siempre en
nuestros gestos y en nuestras palabras la bondad pacificadora y consoladora de
su Rostro. Amén.
Domingo V de Cuaresma. Ciclo C
Homilía del Cardenal Pironio
De un retiro predicado a religiosas, 11 de
enero de 1983, Roma
“Vete en Paz”
Jesús es esencialmente Dios Salvador. Por tanto, si no
tenemos pecados, no tenemos necesidad de Él. Dios viene como Cordero de Dios
para quitar el pecado del mundo. Por eso puedo decir: Señor, tengo necesidad de
ti porque he pecado. Señor, tú eres Jesús, el Dios que salva: yo siento la
profundidad de mi pecado, pero quiero sentir la riqueza de tu misericordia.
Si no reconocemos el pecado, Juan dice que su palabra
no está en nosotros. ¿Qué palabra? Esa palabra que el Señor dice: Vete en paz,
nadie te ha condenado, yo tampoco te condeno. ¡No peques más! Jesús es el gran
perdonador. Al encontrarse con la mujer adúltera la hace llegar al conocimiento
de su pecado y le dice: vete en paz.
En el capítulo segundo de la primera carta de San Juan
hay una invitación a la conversión: hijos míos, os escribo esto para que no
pequéis. ¿Por qué? Porque, como dirá más adelante al hablar de la filiación
adoptiva, la semilla de Dios está en nosotros. Pero a pesar de esto sabemos que
la libertad está siempre condicionando nuestra fidelidad. Juan conoce nuestra
naturaleza frágil, sabe que podemos pecar, sobre todo contra el amor, contra la
esperanza, contra la luz en la fe. Me parece que son tres pecados fundamentales
de los cuales pocas veces nos acusamos. Aunque reconocemos nuestras faltas más
serias de la caridad, no nos acusamos de las omisiones en la caridad. No nos
confesamos, por ejemplo, de habernos reconciliado exteriormente con nuestros
hermanos sin haber llegado a dar la vida por ellos. No nos acusamos de no haber
sido una transparencia de Jesús, y por consiguiente no haber comunicado la Vida
a los demás, ni tampoco de no haber sido testigos abiertos de Cristo, porque el
Reino de Dios no ha entrado en nosotros ya que aún no nos hemos decidido a
vivir plenamente las bienaventuranzas. Y muchas cosas más podríamos decir con
respecto a las omisiones en la caridad.
Segundo, personalmente como sacerdote siempre tengo
que acusarme de no haber sido para los demás un instrumento eficaz en las manos
del Señor, por no haber vivido más hondamente en la intimidad de la oración, en
la generosidad de la entrega. Son pecados de omisión.
Juan añade enseguida que tenemos un Defensor: el
Justo. El que nos reconcilió con el Padre. La cuenta está pagada, basta que
nosotros sepamos apropiarnos la sangre. Y esa sangre nos la apropiamos a través
de la Eucaristía, de la Cruz; nos la apropiamos particularmente porque el Señor
lo ha querido así a través del Sacramento de la Reconciliación. El Sacramento
de la Reconciliación no es simplemente un momento en el cual se me tranquiliza
porque parecieran quedar saldadas las deudas. La confesión es un encuentro con
la sangre de Jesús que se derrama por mí y me pacífica. Por eso dice Juan: Él
es la víctima propiciatoria por nuestros pecados, no sólo por los nuestros,
sino también por los del mundo entero. Antes había dicho que la sangre de Jesús
nos purifica de todo pecado. Entonces con esta luz tenemos que reflexionar
sobre nuestra conversión.