
Tercera Semana de Cuaresma
Tercera Semana de Cuaresma
Domingo ciclo A
Domingo ciclo B
Domingo ciclo C
Domingo III de Cuaresma. Ciclo A
Homilía del Papa Juan Pablo II
Casa de Santa Martha 03 de marzo del 2002
Amadísimos hermanos y
hermanas: 1. Con el tercer domingo de
Cuaresma entramos en el corazón de este singular tiempo de conversión y
renovación espiritual, que nos llevará a la Pascua. En efecto, los domingos tercero, cuarto y
quinto de Cuaresma forman un estimulante itinerario bautismal, que se remonta a
los primeros siglos del cristianismo, cuando normalmente el sacramento del
bautismo se administraba durante la Vigilia pascual. Los
“catecúmenos”, después de casi tres años de una catequesis bien
estructurada, en las últimas semanas de la Cuaresma recorrían las etapas
finales de su camino, recibiendo simbólicamente el Credo, el Padrenuestro y el
Evangelio. Por eso aún hoy la liturgia de estos domingos se caracteriza por
tres textos del evangelio de san Juan, que se proponen de nuevo según un
esquema antiquísimo: Jesús promete a la
samaritana el agua viva, devuelve la vista al ciego de nacimiento y resucita de
la tumba a su amigo Lázaro. Es muy clara la perspectiva bautismal: mediante el agua, símbolo del Espíritu Santo,
el creyente recibe la luz y renace en la fe a una vida nueva y eterna. 2. En muchos ambientes de antigua tradición
cristiana, por desgracia, se va perdiendo cada vez más el auténtico sentido
religioso. Por tanto, es urgente que los cristianos renueven la conciencia de
su identidad. En otros términos, es necesario que redescubran su bautismo,
valorando el inagotable vigor espiritual de la gracia santificante recibida en
él, para irradiarla después en todos los ámbitos de la vida personal y
social. El “surtidor de agua que
salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14), del que habla la página evangélica
de hoy, está presente en todo bautizado, pero hay que limpiarlo continuamente
de la maleza del pecado, para que no se tape ni se seque. 3. Por tanto, es indispensable nuestra
colaboración. Acojamos, entonces, la invitación de la liturgia a beber de los
manantiales de la vida eterna. María, Madre de la Iglesia, ayude a los que se
preparan para recibir el bautismo, así como a cuantos ya lo han recibido, a
emprender en estas semanas un camino de radical renovación interior.
Domingo III de Cuaresma. Ciclo B
Homilía del Papa Francisco
Casa de Santa Martha 08 de marzo del 2015.
El verdadero templo en el que Dios se da a conocer
El Evangelio de hoy
(Jn 2, 13-25) nos presenta el episodio de la expulsión de los vendedores del
templo. Jesús «hizo un látigo con cuerdas, los echó a todos del Templo, con
ovejas y bueyes» (v. 15), el dinero, todo. Tal gesto suscitó una fuerte
impresión en la gente y en los discípulos. Aparece claramente como un gesto
profético, tanto que algunos de los presentes le preguntaron a Jesús: «¿Qué
signos nos muestras para obrar así?» (v. 18), ¿quién eres para hacer estas
cosas? Muéstranos una señal de que tienes realmente autoridad para hacerlas.
Buscaban una señal divina, prodigiosa, que acreditara a Jesús como enviado de
Dios. Y Él les respondió: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré»
(v. 19). Le replicaron: «Cuarenta y seis años se ha costado construir este
templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» (v. 20). No habían comprendido
que el Señor se refería al templo vivo de su cuerpo, que sería destruido con la
muerte en la cruz, pero que resucitaría al tercer día. Por eso, «en tres días».
«Cuando resucitó de entre los muertos —comenta el evangelista—, los discípulos
se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra
que había dicho Jesús» (v. 22).
En efecto, este gesto
de Jesús y su mensaje profético se comprenden plenamente a la luz de su Pascua.
Según el evangelista Juan, este es el primer anuncio de la muerte y
resurrección de Cristo: su cuerpo, destruido en la cruz por la violencia del
pecado, se convertirá con la Resurrección en lugar de la cita universal entre
Dios y los hombres. Cristo resucitado es precisamente el lugar de la cita
universal —de todos— entre Dios y los hombres. Por eso su humanidad es el
verdadero templo en el que Dios se revela, habla, se lo puede encontrar; y los
verdaderos adoradores de Dios no son los custodios del templo material, los
detentadores del poder o del saber religioso, sino los que adoran a Dios «en
espíritu y verdad» (Jn 4, 23).
En este tiempo de
Cuaresma nos estamos preparando para la celebración de la Pascua, en la que
renovaremos las promesas de nuestro bautismo. Caminemos en el mundo como Jesús
y hagamos de toda nuestra existencia un signo de su amor para nuestros hermanos,
especialmente para los más débiles y los más pobres, construyamos para Dios un
templo en nuestra vida. Y así lo hacemos «encontrable» para muchas personas que
encontramos en nuestro camino. Si somos testigos de este Cristo vivo, mucha
gente encontrará a Jesús en nosotros, en nuestro testimonio. Pero —nos
preguntamos, y cada uno de nosotros puede preguntarse—, ¿se siente el Señor
verdaderamente como en su casa en mi vida? ¿Le permitimos que haga «limpieza»
en nuestro corazón y expulse a los ídolos, es decir, las actitudes de codicia,
celos, mundanidad, envidia, odio, la costumbre de murmurar y «despellejar» a
los demás? ¿Le permito que haga limpieza de todos los comportamientos contra
Dios, contra el prójimo y contra nosotros mismos, como hemos escuchado hoy en
la primera lectura? Cada uno puede responder a sí mismo, en silencio, en su
corazón. «¿Permito que Jesús haga un poco de limpieza en mi corazón?». «Oh
padre, tengo miedo de que me reprenda». Pero Jesús no reprende jamás. Jesús
hará limpieza con ternura, con misericordia, con amor. La misericordia es su
modo de hacer limpieza. Dejemos —cada uno de nosotros—, dejemos que el Señor
entre con su misericordia —no con el látigo, no, sino con su misericordia— para
hacer limpieza en nuestros corazones. El látigo de Jesús para nosotros es su
misericordia. Abrámosle la puerta, para que haga un poco de limpieza.
Cada Eucaristía que
celebramos con fe nos hace crecer como templo vivo del Señor, gracias a la
comunión con su Cuerpo crucificado y resucitado. Jesús conoce lo que hay en
cada uno de nosotros, y también conoce nuestro deseo más ardiente: el de ser
habitados por Él, sólo por Él. Dejémoslo entrar en nuestra vida, en nuestra
familia, en nuestro corazón. Que María santísima, morada privilegiada del Hijo de
Dios, nos acompañe y nos sostenga en el itinerario cuaresmal, para que
redescubramos la belleza del encuentro con Cristo, que nos libera y nos salva.
Domingo III de Cuaresma. Ciclo C
Homilía del Papa Benedicto XVI
Casa de Santa Martha 7 de marzo de 2010.
Urgencia de volver a Dios
Queridos hermanos y
hermanas:
«Convertíos, dice el
Señor, porque está cerca el reino de los cielos» hemos proclamado antes del
Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma, que nos presenta el tema
fundamental de este «tiempo fuerte» del año litúrgico: la invitación a la
conversión de nuestra vida y a realizar obras de penitencia dignas. Jesús, como
hemos escuchado, evoca dos episodios de sucesos: una represión brutal de la
policía romana dentro del templo (cf. Lc 13, 1) y la tragedia de dieciocho
muertos al derrumbarse la torre de Siloé (v. 4). La gente interpreta estos
hechos como un castigo divino por los pecados de sus víctimas, y,
considerándose justa, cree estar a salvo de esa clase de incidentes, pensando
que no tiene nada que convertir en su vida. Pero Jesús denuncia esta actitud
como una ilusión: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los
demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os
convertís, todos pereceréis del mismo modo» (vv. 2-3). E invita a reflexionar
sobre esos acontecimientos, para un compromiso mayor en el camino de
conversión, porque es precisamente el hecho de cerrarse al Señor, de no
recorrer el camino de la conversión de uno mismo, que lleva a la muerte, la del
alma. En Cuaresma, Dios nos invita a cada uno de nosotros a dar un cambio de
rumbo a nuestra existencia, pensando y viviendo según el Evangelio, corrigiendo
algunas cosas en nuestro modo de rezar, de actuar, de trabajar y en las
relaciones con los demás. Jesús nos llama a ello no con una severidad sin
motivo, sino precisamente porque está preocupado por nuestro bien, por nuestra
felicidad, por nuestra salvación. Por nuestra parte, debemos responder con un
esfuerzo interior sincero, pidiéndole que nos haga entender en qué puntos en
particular debemos convertirnos.
La conclusión del
pasaje evangélico retoma la perspectiva de la misericordia, mostrando la
necesidad y la urgencia de volver a Dios, de renovar la vida según Dios.
Refiriéndose a un uso de su tiempo, Jesús presenta la parábola de una higuera
plantada en una viña; esta higuera resulta estéril, no da frutos (cf. Lc 13,
6-9). El diálogo entre el dueño y el viñador, manifiesta, por una parte, la
misericordia de Dios, que tiene paciencia y deja al hombre, a todos nosotros,
un tiempo para la conversión; y, por otra, la necesidad de comenzar en seguida
el cambio interior y exterior de la vida para no perder las ocasiones que la
misericordia de Dios nos da para superar nuestra pereza espiritual y corresponder
al amor de Dios con nuestro amor filial.
También san Pablo, en
el pasaje que hemos escuchado, nos exhorta a no hacernos ilusiones: no basta
con haber sido bautizados y comer en la misma mesa eucarística, si no vivimos
como cristianos y no estamos atentos a los signos del Señor (cf. 1 Co 10, 1-4).
Queridos hermanos y
hermanas, el tiempo fuerte de la Cuaresma nos invita a cada uno de nosotros a
reconocer el misterio de Dios, que se hace presente en nuestra vida, como hemos
escuchado en la primera lectura. Moisés ve en el desierto una zarza que arde,
pero no se consume. En un primer momento, impulsado por la curiosidad, se
acerca para ver este acontecimiento misterioso y entonces de la zarza sale una
voz que lo llama, diciendo: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el
Dios de Isaac, el Dios de Jacob» (Ex 3, 6). Y es precisamente este Dios quien
lo manda de nuevo a Egipto con la misión de llevar al pueblo de Israel a la
tierra prometida, pidiendo al faraón, en su nombre, la liberación de Israel. En
ese momento Moisés pregunta a Dios cuál es su nombre, el nombre con el que Dios
muestra su autoridad especial, para poderse presentar al pueblo y después al
faraón. La respuesta de Dios puede parecer extraña; parece que responde, pero
no responde. Simplemente dice de sí mismo: «Yo soy el que soy». «Él es» y esto
tiene que ser suficiente. Por lo tanto, Dios no ha rechazado la petición de
Moisés, manifiesta su nombre, creando así la posibilidad de la invocación, de
la llamada, de la relación. Revelando su nombre Dios entabla una relación entre
él y nosotros. Nos permite invocarlo, entra en relación con nosotros y nos da
la posibilidad de estar en relación con él. Esto significa que se entrega, de
alguna manera, a nuestro mundo humano, haciéndose accesible, casi uno de
nosotros. Afronta el riesgo de la relación, del estar con nosotros. Lo que
comenzó con la zarza ardiente en el desierto se cumple en la zarza ardiente de
la cruz, donde Dios, ahora accesible en su Hijo hecho hombre, hecho realmente
uno de nosotros, se entrega en nuestras manos y, de ese modo, realiza la
liberación de la humanidad. En el Gólgota Dios, que durante la noche de la
huida de Egipto se reveló como aquel que libera de la esclavitud, se revela
como Aquel que abraza a todo hombre con el poder salvífico de la cruz y de la
Resurrección y lo libera del pecado y de la muerte, lo acepta en el abrazo de
su amor.
Permanezcamos en la
contemplación de este misterio del nombre de Dios para comprender mejor el
misterio de la Cuaresma, y vivir personalmente y como comunidad en permanente
conversión, para ser en el mundo una constante epifanía, testimonio del Dios
vivo, que libera y salva por amor. Amén.