Don de ciencia
Nos permite acceder
al conocimiento, gracias al cual reconocemos el verdadero valor de las
criaturas en su relación con el Creador.
Queridísimos hermanos
y hermanas:
La reflexión sobre
los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en los domingos anteriores,
nos lleva hoy a hablar de otro don: el de ciencia, gracias al cual se nos da a
conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.
Sabemos que el hombre
contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de las ciencias, está
expuesto particularmente a la tentación de dar una interpretación naturalista
del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, variedad
y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer
de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se
trata de las riquezas, del placer, del poder que precisamente se pueden derivar
de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el
mundo se postra demasiado a menudo.
Para resistir esa
tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a las que puede
llevar he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don de ciencia.
Es ésta la que le ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia
esencial del Creador. Gracias a ella ―como escribe Santo Tomás―, el hombre no estima
las criaturas más de lo que valen y
no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida (cf. S. Th., II-II, q.
9, a. 4).
Así logra descubrir
el sentido teológico de lo creado viendo las cosas como manifestaciones
verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor
infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente impulsado a traducir este
descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. Esto es lo que
tantas veces y de múltiples modos nos sugiere el Libro de los Salmos. ¿Quién no
se acuerda de alguna de dichas manifestaciones? “El cielo proclama la gloria de
Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos” (Sal 18/19, 2; cf. Sal 8,
2), “Alabad al Señor en el cielo alabadlo en su fuerte firmamento… Alabadlo sol
y luna, alabadlo estrellas radiantes” (Sal 148 1. 3).
El hombre, iluminado
por el don de ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que
separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden
constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. Es un descubrimiento que
le lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a volverse con mayor ímpetu
y confianza a Aquel que es el único que puede apagar plenamente la necesidad de
infinito que le acosa.
Esta ha sido la
experiencia de los Santos. Pero de forma absolutamente singular esta
experiencia fue vivida por la Virgen que, con el ejemplo de su itinerario
personal de fe, nos enseña a caminar “para que, en medio de las vicisitudes del
mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría” (Oración del
domingo XXI per annum).
Regina caeli, Juan
Pablo II, Domingo 23 de abril de 1989
"Nuestra meta es el cielo"
Madre Cherubine